Vida en el espejo

 Es totalmente innegable que para poder escribir una entrada significativa en este blog, tengo que tener mis emociones a flor de piel, al punto de ebullición, ya sea la alegría, felicidad, nostalgia, miedo o tristeza.

Siempre que siento una ira inconmensurable dentro de mí, tengo que reprimirla para luego poder liberarla como olla de presión en mi zona segura; un lugar imaginario donde estoy yo dentro de una recámara con las paredes, el piso y el techo blancos, sin puertas o ventanas.

Es tan blanco que ni siquiera es posible distinguir una esquina de otra sin confundirte y preguntarte si estás viendo una pared o el suelo. Y lo único que hay dentro de esa cámara anecoica, es una silla de madera, de aspecto robusto, tal vez un poco antigua debido a que veo un par de arañazos y magulladuras en los posamanos y en las patas.

Es una silla común y corriente, sin embargo, al materializarme dentro de mi zona segura, aquella silla se torna en objeto de mi descarga emocional y física. Siempre empiezo pateándola hasta que la punta de mis botas se encuentran astilladas y descarapeladas de tanto contacto con la madera. 

Mientras recupero el aliento, siempre el segundo paso es utilizar un mazo tan pesado y frío para destrozar lo que queda del respaldo y romper el armazón de las cuatro patas que siguen sosteniendo el asiento. 

Mi respiración se torna agitada y entrecortada, el cabello me cae a los lados de la cara y me cubre un poco la visión, sin embargo, aún alcanzo a observar como los pequeños pedazos de madera vuelan alrededor de mi y algunos logran impactarme en el rostro, astillándome o arañándome, aún así, incluso al darme cuenta de mi daño físico, no me detengo hasta ver aquella silla en el suelo de esa recámara extraña, totalmente deshecha.

Recobro la compostura mientras dejo caer el mazo al suelo y reacciono extrañado a la falta de ruido provocado por la caída de aquel objeto; es como si fuera de goma y su pesaje, inexistente.

Ya más sereno, llevo mis manos hacia mi cabeza y el cabello se entrelaza entre mis dedos mientras lo deslizo hacia atrás, finalmente despejando mi frente y mi visión.

Me pregunto yo -"¿He terminado?"

Y la verdad es que no.

Me doy media vuelta sobre mis pies y observo con detalle el desastre que hice. Veo a la silla, o a lo que quedó de ella, completamente mutilada y descompuesta en el suelo; me acerco a lo resultante de mi ataque de ira y en vez de seguir molcajeteando con la suela de mis botas aquellos pequeños trozos de madera y tela, me pongo en cuclillas y me dispongo a armarla de nuevo.

De repente, lo que minutos (o tal vez horas) atrás destruí, vuelve a cobrar vida con sólo el toque de mis manos y mi disposición por querer volver a ver esa silla completamente nueva. 

Y es difícil, mis manos se lastiman porque algunos trozos de madera están muy astillados, mi mente se autoflagela intentando descubrir el rabioso rompecabezas que otrora tiempo atrás creé, sin embargo, lo logro. El tiempo en esta recámara corre de forma distinta y me siento más joven, mis hombros no están tan tensos y mi posición corporal ya no se encuentra a la defensiva. 

Aquella silla ha sido destruida más veces de las que puedo recordar, pero también, ha sido reconstruida incluso más veces y de miles de mejores maneras de las ocasiones que intento recordar. 

Y es aquí, cuando finalmente, al terminar siempre este proceso autodestructivo y de renacimiento (o tal vez ira y remordimiento), me doy cuenta que mi zona segura no es un hombre rabioso, envenenado con emociones sin control y poseído por un espíritu energúmeno que siempre destruye la misma silla con las mismas herramientas y la misma saña, sino, mi zona segura, la que me da paz, la que consigue liberar la tensión de mi espalda y soltar los engranajes de mi mandíbula, es la de un hombre delgado, con un rostro enjuto, ojos desiguales y manos nudosas y temblorosas, sentado frente a un escritorio, escribiendo sobre como hace y da lo mejor de sí, para poder volver a construir aquella silla que tanto ha sufrido.

No les voy a mentir, cada ocasión que me siento tentado al volver a aquella recámara blanca y con una silla en el centro, siento el éxtasis y la emoción de imaginarme descargando con todas mis fuerzas un mazo sobre aquella silla, siempre haciendo el mismo sonido silbante al bajar el mazo debido a que el aire se corta con el mismo movimiento del peso y mi cólera. Cada ocasión que me siento tentado, quiero volver, porque allá todo es fácil. 

Pero trato de no hacerlo. 

Y cada vez trato más, porque ese recoveco imaginario es totalmente autodestructivo y adictivo, así que, prefiero escribir desde mi zona segura y hablar sobre la que otrora yo consideraba como mi lugar.

https://www.youtube.com/watch?v=NxkYp6Y-wbU

-Sam







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